Con mucha ilusión puedo contaros que ya está a la venta mi cuarto poemario: El Berlín imposible de Hitler, un libro distinto a los anteriores en el que me he tomado la libertad de experimentar un poco, mezclando poesía y diálogos en prosa con un hilo argumental que viene y va, llamando a la puerta de los sentimientos cotidianos y también de los más profundos, aquellos que intentamos ocultar.
Pero puede que la mejor manera de explicar un poco de qué va todo esto sea compartir con vosotros el epílogo que encontraréis al final del libro:
Quizá a muchos de
los lectores podrá parecerle extraño o incluso violento un libro de poesía que
respira y bebe entre sus páginas de la figura del que hoy se considera
paradigma del mal: Adolf Hitler. La idea surgió tras un trabajo de
documentación que realicé —y sigo realizando cuando mi vida lo permite— para
una novela ambientada en la Segunda Guerra Mundial. Esta labor me invitó a
profundizar en el carácter del dictador y en sus vivencias íntimas con la plana
mayor del nazismo. Pero fue la biografía del que fuese ministro de armamento y
arquitecto preferido de Hitler, Albert Speer, la que despertó en mí cierta
curiosidad por la forma en que alguien a quien se vislumbra, en el cine y la
cultura actual, como un ser de mirada y discurso totalmente maléfico, que suele
aparecer maldiciendo a sus enemigos o proclamando diatribas condenatorias sobre
los judíos, se relacionaba con sus allegados e incluso formaba vínculos
afectivos con ellos. Y digo incluso porque a todos nos puede parecer
contradictorio que el hombre responsable de la muerte de millones de personas,
que conspiraba contra los suyos con una frialdad desmesurada para mantenerse en
el poder, fuera uno de los primeros en legislar contra el maltrato animal o un
ecologista convencido; pero es que, al fin y al cabo, Hitler era humano; no
estaba hecho de una piel distinta a la nuestra, tenía sus miedos, sus anhelos y
sus pasiones, se emocionaba acudiendo a la ópera y lloró desconsoladamente la
muerte de su madre. Estas palabras, claro está, no intentan de ninguna manera
justificar su figura, tan solo aportarle la realidad que, en algunos ámbitos,
se le ha arrebatado. No considero que admitir su naturaleza humana sea
proveerle de un salvoconducto moral; Hitler fue lo que fue, y nada va a
cambiarlo.
Tras leer parte del
archiconocido e infame Mein Kampf, algunos de los monólogos recogidos por Hugh
Trevor-Roper en Las conversaciones
privadas de Hitler, varias biografías que relatan su vida partiendo de la
niñez, y comprobar la forma en la que hacía atractivo su violento discurso de
odio, apareció la idea de convertir al dictador paradigma del mal en la sombra
que todos —o casi todos— llevamos en el corazón, el delito que de vez en cuando
nos ronda la mente pero que, en la mayoría de los casos, desterramos con
vehemencia apoyándonos en nuestro código ético. Esto, de nuevo, podría resultar
escandaloso o incluso una banalización de los horribles crímenes que cometió
Adolf Hitler, pero nada más lejos de mi pretensión. Podría haber utilizado una
figura irreal o abstracta, como el diablo, a quien también hago referencia en
el libro a modo de comparación entre ambos personajes, pero no habría surtido
el mismo efecto. Hitler en este poemario es tan solo un personaje que representa
al mal por naturaleza, la voz que nunca deberíamos escuchar, los malos
consejos, la crueldad gratuita; y creo que, en este caso, cumple su cometido.
Veo necesario
aclarar que ni pretendo insinuar que todos pudiéramos llegar a ser como Adolf
Hitler si diésemos rienda suelta a nuestra oscuridad interior, ni tampoco que
su maldad fuese algo normal o justificable; los hechos son los hechos, y por
ellos, precisamente, encarna el mal absoluto en esta obra. Decir que el diablo
nos tienta, que nos provoca para caer en la tentación —como tantas veces se ha
dicho desde La Biblia— no significa que el diablo en todo su esplendor viva
dentro de nosotros, o que vayamos a obrar como él.
¿Quién no se
conmovería al ver a un muchacho de apenas dieciocho años llorar desconsoladamente,
postrado ante el lecho de su madre? ¿Y si, al cabo de unos minutos, te
aclarasen que ese muchacho es Adolf Hitler? Jugando con esa idea construí el
poema que abre el primer capítulo del libro, una metáfora del primer encuentro
con el mal que aflora en nuestro interior, el mal que aún no nos ha ocasionado
ningún problema —aunque temamos que pueda llegar a hacerlo—, el mal que de
ninguna manera sentimos que pueda haber sido dañino para nosotros, un mal al
que podría llamarse —y esto supone un oxímoron en toda regla— inocente.
¿Seríamos capaces de desterrarlo sin haber sido víctima de sus consecuencias?
¿Seríamos capaces de matar a un jovencísimo Adolf Hitler antes de haber
cometido sus crímenes?
Por último quiero
hacer hincapié en el hecho de que la obra incluya otros momentos, otras
temáticas, que en principio pudieran parecer el resultado de una maquetación
inconexa debido a lo poco que tienen que ver entre sí, sin embargo esto
responde a mi intento por mostrar lo que a mi parecer es el modus operandi del
mal, que se presenta en nuestro interior sin ningún orden, entre esta cosa o
aquella que estuviésemos haciendo, para sembrarte con sus propias dudas y
rencores.
David Minayo
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