La poesía —como todas las artes— es imitación: la
imitación del mundo que nos rodea, de la realidad y sus extremos, que subyacen
incluso en el más puro surrealismo. Es uno de los múltiples lenguajes
artísticos disponibles, capaz de convertir, tan sólo con la palabra, la
despedida de dos amantes en un instante literario. La única limitación
del poeta —y de cualquier otro artista— es la realidad, a la que está
condenado. Por otro lado, definirse más allá de ella supondría no ser entendido
ni alcanzar la empatía necesaria para causar emoción.
Mi primer libro —El amor en tiempos de los desguaces de coches, que publica
Ediciones Vitruvio en enero de 2014— comienza con una cita de Ignacio de Luzán
(escritor y crítico del siglo dieciocho que teorizaba sobre el Neoclasicismo),
que viene a explicar lo que acabo de decir:
La dulzura poética consiste y se funda en la moción de afectos, los cuales,
si son verdaderos, lastiman o entristecen; imitados, deleitan: como deleita la
pintura de un fiero dragón, que vivo causaría horror y espanto.
El poeta, por tanto, debe ser primero un gran
observador, arrinconar las imágenes en su fuero profundo, madurarlas,
enfocarlas de forma correcta —porque casi todo vale según se aborde— y hacer un
poco de magia con ellas, convertirlas en uno mismo como se mezcla la fruta
exprimida con el vaso que la contiene, donde después de beber siempre quedan los
restos.
El sentimiento es la forma más pura de escribir
poesía, pero también la más arriesgada, porque se debe saber convertir al verso
lo que nos dicta nuestro interior, algo que, principalmente, se consigue con la
lectura y la práctica, porque, por mucho que nos empeñemos, no es poeta todo
aquél que escribe versos, sino el que sabe plasmar lo que quiere con el
lenguaje que debe.
Como digo, la poesía no es sólo recurrir a la palabra
corazón —ese músculo hueco que a todos nos late— cuando queremos hablar de
relaciones pasadas, o nombrar a la luna si la noche se nos mete en la
habitación y queremos expresar una distancia. Se trata de despertar la
sensibilidad del lector y conseguir que el poema sea un todo cerrado y sin
fisuras, que cada palabra esté en el lugar que debe y cada silencio ocupe su
propia sepultura, que la mano que pasa la página acabe pensando en sí misma, y
que ese pensamiento, tan necesario, se refleje en el poema; cosa, por otro
lado, que se antoja bastante difícil.

Por tanto, podemos escribir un poema de amor y
recurrir a unos zapatos viejos, a un autobús vacío o a unos afilados cristales
rotos, cualquier cosa vale. Una forma de hacerlo —la que suelo utilizar— es
buscar lo que nos define en torno al tema que desarrollas, lo que nos hace
iguales y puede despertar aquello que marca la tragedia aristotélica: la
Catarsis. El lector tiene que cambiar con el poema, dejar de ser el mismo por
un instante y convertirse en un híbrido, una mezcla entre el poeta y él.
Resulta difícil, porque muchas veces acaba
invadiéndote el sentimiento de que todo lo que vas a hacer ya se ha hecho
antes, y que por mucho que intentes buscar una forma propia siempre acabas
pareciéndote a alguien. Pero no debes desanimarte, todo conlleva su tiempo.
De cualquier modo, decir poesía puede ser
soledad, un rincón determinado y un pensamiento recurrente, una forma de vida y
la necesidad que aparece cuando el alma —o lo que nos mueve por dentro—
necesita gritar.
El peor enemigo del artista es la afonía.
DAVID MINAYO, 2013