Si
consiguiéramos abstraernos de nuestra naturaleza y seguir un patrón de tiempo
para asignarle a alguien o a algo la propiedad del planeta Tierra, podríamos
decir que pertenece a los dinosaurios, y no al hombre (al menos ellos estuvieron aquí
150 millones de años, más del doble del tiempo que ha pasado desde que
apareciese el primer primate). Pero el ser humano no puede ser sin el ser
humano, y todos sentimos —algunos incluso lo creen conscientemente— que la
Tierra siempre fue nuestro hogar: una de esas realidades que la mente hace
suyas de la forma en que admite la muerte: sabemos que llegará, pero no lo
creemos, siempre hay un posible resquicio para la salvación.
Nuestra
ciencia de ahora, musculosa e invencible, es la misma ciencia, ya sepultada, de
las grandes civilizaciones extintas: sociedades como la romana, que se creyeron
eternas, sucumbieron al tiempo como lo haremos todos —uno piensa en esos huesos
para los que Roma es, y siempre será, lo único posible—.

Seguramente,
mientras esto dure, habrá guerra y desenlace, extinción y principio: “Quitar
una venda no es abrir unos ojos”, decía uno de mis poemas, porque aunque nos quitemos la venda ante tanta grandiosidad, somos
infinitamente pequeños, e incapaces de ver lo que hay más allá de nosotros
mismos.
Si
consiguiéramos abstraernos de nuestra naturaleza y seguir un patrón de tiempo
para hablar en términos generales de lo que —una vez apagado el sol— ha sido el
planeta Tierra, ni siquiera haría falta nombrarnos.
Somos
así de insignificantes.
DAVID MINAYO , junio de 2015